Cecilio Fernández Bustos
El vago azar o las precisas leyes / que rigen este sueño, el universo.
Jorge Luis Borges
Leyendo —precisamente— a Rimbaud, o leyendo a Lautréamont, todos hemos sido, en lo profundo de nuestro ser, grandes poetas por breves instantes. La atracción de lo oscuro es simétrica a la atracción de las alturas: la claridad de fray Luis de León o de san Juan de la Cruz halla el otro platillo de su balanza (y el fiel de ella es el instante poético) en las visiones de abismo de Maldoror, en las singladuras alucinantes del barco ebrio.
Pere Gimferrer
La plaza ha sido siempre lugar de encuentro y manifestación. Allí los hombres se han juntado para discutir y establecer acuerdos y en no pocas ocasiones para hacer público su desacuerdo. La plaza ha servido también para el encuentro y la celebración, para la manifestación de afectos y para ver crecer entre juegos a los niños. La plaza ha sido el hogar de los sin techo y el cobijo de los desarropados. En la plaza se ha bailado y se han citado los amantes. La plaza es y ha sido la herramienta principal del urbanismo de ayer y del urbanismo de hoy. Podríamos, siguiendo las enseñanzas de Italo Calvino, decir que la plaza está prendida en el cielo y junto a ella “las virtudes y sentimientos más elevados de la ciudad”. La plaza, como los libros, “se convierte en continente imaginario” del afecto ciudadano. Pero no solo en eso tan importante, la plaza se convierte en el centro de la palabra y, consecuentemente, de la voz del pueblo.
Hablando de la plaza nos viene a la memoria Vicente Aleixandre, el poeta de la Generación del 27, nacido en Sevilla —26 de abril de 1898— y criado en Málaga, el nos lo cuenta así: “Nací en Sevilla y, como digo siempre, me críe en Málaga. De modo que de Sevilla sólo sé que nací allí, pero no tengo memoria de infancia. Todos mis recuerdos primeros de la vida son malagueños. Nací a la luz, e incluso a los libros, en Málaga —otro modo de nacer—, porque allí aprendí a leer que es el segundo nacimiento”. Tal vez por estas razones que el poeta señala, escribiera uno de los poemas más hermosos de uno de su libros más brillantes y amados por sus lectores: Sombra del Paraíso, el libro, Ciudad del Paraíso, el poema dedicado a su ciudad —Siempre te ven mis ojos, ciudad de mis días marinos.—
Vicente Aleixandre fue uno de los más grandes poetas en lengua española del siglo XX, perteneciente a la generación del 27 poseyó una voz de excelente sonoridad surrealista, cercana a alguno de los poetas más grandes de la lírica universal, obtuvo el Premio Nacional en 1933 por poemario La destrucción o el amor y el de la Crítica en 1963 por En un vasto dominio premio que volvió a recaer en nuestro poeta en 1969 por Poemas de la consumación. En 1950 ingresó en la Real Academia de la Lengua Española, ocupando el sillón de la letra O, lugar que ocuparía el poeta Pere Gimferrer, a la muerte de Aleixandre. En 1977 tuvo la enorme gratificación de ser galardonado con el Premio Nobel de Literatura.
La crítica reconoce una serie de entrañas en la poesía de Vicente Aleixandre. Entre otras hablan de poesía pura, poesía surrealista, poesía antropocéntrica y poesía de la vejez. Hablan también de etapas y señalan la segunda, la llamada “etapa humana”, como aquella que de cobijo a el poema En la plaza que vio la luz en el libro Historia del corazón, que recoge los poemas escritos a partir de 1945 hasta la fecha de publicación en 1954, casi una década.
El poema en cuestión, En la plaza, nos habla del proceso de hominización o humanización que propugna el poeta. Nos habla del logro de la esencia humana cuando nos integramos en el grupo y sus problemas, cuando nos sentimos más realizados y cercanos a la posibilidad de ser hombre entre los hombres. Próximo el otoño y calientes los problemas de nuestra sociedad, he creído oportuno honrar a este blog con la reproducción del magnífico poema de nuestro Nobel, Vicente Aleixandre, que falleció en Madrid, el 13 de diciembre de 1984, tras largos años de vivir en esta ciudad, habitante de su casa Velintonia, situada en el número 3 de la calle del mismo nombre y donde, ¡sin lugar a dudas!, debería instalarse la Casa de la Poesía de Madrid.
En la plaza
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Y era el serpear que se movía
como un único ser, no sé si desvalido, no sé si poderoso,
pero existente y perceptible, pero cubridor de la tierra.
Allí cada uno puede mirarse y puede alegrarse y puede reconocerse.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate, y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso, con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con los pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
Plaza de la Mariblanca, Aranjuez / Madrid (fotohrafía CFB)