Ambrosio el guarnicionero
Por Mari Carmen
Cecilio Fernández Bustos
Hay que mirar de frente, a la cara y escuchar las voces de las gentes con quienes nos cruzamos en la vida.
C. F. B.
¡Dios mío! ¡Qué pan más delicioso! ¿Dónde lo adquirís.
A. Brillat Savarin
Introducir a la lectura de un pequeño ramillete de relatos breves tiene siempre el atractivo de lo inesperado. Y es que, nunca como en esta ocasión, al efecto que me han producido los textos hay que añadir el afecto que siento por la autora. Afecto más afecto igual a confusión. No, en este caso no hay ninguna confusión, los relatos me han seducido y me han otorgado la dignidad de ser uno de sus primeros lectores, pues, han llegado hasta mí envueltos en la virginidad de lo que no ha sido hollado, de forma que toda la poética que encierran se ha derramado sobre mi mirada y me han transmitido un eco de elocuente originalidad y sustantiva verdad.
La autora ha escrito ocho relatos que nos trasladan a su infancia unos y a la historia de su familia materna los otros. Con singular y elemental sencillez, nos describe unos personajes y unos ambientes que, pese a estar ahí envueltos en recuerdos muy cercanos, nos elevan, como si mediara el Diablo Cojuelo, sobre unas historias que parecen acontecer ante nuestra propia mirada (no nuestra mirada lectora que se da por supuesta), sino nuestra mirada cenital. Así, en vertical sobre los elementos, percibimos la carnalidad, los aromas y casi las sensaciones gustativas del que está sentado a la mesa y comparte las viandas. La autora nos acerca a ese microcosmos, elemental por cotidiano, por donde transcurre la vida real, no ficción, de unos personajes labrados por el viento y la lluvia, los afectos y los desafectos; seres todos que han vivido y eso se nota en los zurcidos de las ropas y en las arrugas que la vida les ha ido labrando en la piel.
El primer relato es una breve descripción, desde la ensoñación de los recuerdos, de un paisaje que vive prendido a la infancia de la autora pero que ya, nostalgia del tiempo pasado, no existe porque se ha mutado, como ella misma y la niña que fue y el paisaje que le dio cobijo son sólo memoria. Y es así, desde la memoria, que nuestra autora se mueve por el espejismo de sus recuerdos.
Los cinco siguientes responden más a una visión crítica del universo que rodea a nuestra autora que, como hiciera Camilo José Cela en La Colmena, va abriendo puertas y asomando su mirada, que es recuerdo, por las habitaciones y los rincones de las casas donde, sólo silencio, se encuentra con aquellos ciudadanos que componían el patio de su vecindad. Dije crítica, pero no se trata de crítica acerba sino de una visión llena de ternura a unos personajes y unos hechos que reposaban allí, en el horizonte de la nostalgia y que han sido rescatados por la autora para darlos como manjar o panes de amor que diría Juan Gelman.
Por último en dos relatos familiares, Mari Carmen nos habla de su familia y de sus vecinos. Desde la más sincera autenticidad trata de remontar los ríos de sus orígenes y llega a los dos afluentes que confluyen para que existan, de carne y hueso, sus abuelos maternos: Antonia y Paco.
Y es que nuestra autora ha ido descorriendo los ligeros velos que cubren, más allá de los sueños, ese mínimo entramado de existencias habidas y que ni el paso de los años ni la cal de las tumbas ha logrado destruir. Mientras la luz habite la memoria, seguirán existiendo todos los que han sido. Y, aunque ya talado, la sombra de aquel árbol seguirá refrescando nuestras frentes en verano y el agua atemperada en el botijo enjugará nuestras gargantas.
Hoy traemos a este blog uno de los relatos más singulares y enternecedores de los escritos por Mari Carmen. Nos cuenta la historia de uno de sus vecinos, un hombre, Ambrosio. Sobran los apellidos.
AMBROSIO EL GUARNICIONERO
Por Mari Carmen
Ambrosio era hombre de pocas palabras, pero al mismo tiempo tenía la virtud de hacer que la gente confiara en él y se sintiera a gusto en su compañía. Era lo que solemos llamar, una buena persona, con el alma noble que le daba ese tono amable y sosegado, de los que tienen una conciencia limpia.
En su taller nunca faltaba compañía de esa que proporcionan los eternos desocupados, que siempre informan de las últimas noticias a cambio de una silla donde dejarse caer.
Ambrosio tenía fama de buen artesano y por ello le sobraba el trabajo. Se dedicó a ese oficio, por que en aquella época cualquier hombre con un defecto en las piernas, casi no tenía otra forma de ganarse la vida, que la de ser zapatero remendón o guarnicionero, y Ambrosio escogió lo segundo. Ese oficio le permitía ganar un buen dinero y él se sentía a gusto entre esos materiales que transformaba hábilmente. Algo que le gustaba especialmente era el olor del cuero, en el cual le gustaba dejarse envolver y como si de un cálido abrigo se tratara sentirse arropado y protegido.
Su familia y los conocidos que frecuentaban el taller, tenían el convencimiento de que era un hombre conforme con su situación y con la vida resuelta en el terreno económico, le consideraban una persona feliz.
Pero cuando llegaba la noche, y con su oscuridad se sentía a salvo de miradas y preguntas, cerraba su taller y se quedaba a solas, disfrutando de la soledad y convirtiéndose por unos momentos en otra persona muy distinta; dejaba de ser aquel hombre cojo, y se convertía en un apuesto joven que enamoraba a las más bellas mujeres, pero solo le gustaban las más hermosas y especialmente elegantes.
Seguramente cualquiera de las que conocía, se habría casado con el si se lo hubiera pedido, pues, como ya he dicho, era una persona que a pesar de faltarle la mitad de la pierna izquierda, y sustituía con una prótesis de madera, tenía un encanto especial y era bastante apreciado y el hecho de no tener problemas económicos, también era un buen aliciente, pero él, ¡no podía soportar a las mujeres feas!, con esos delantales y esas ropas que se usaban normalmente, y aún menos cuando los domingos o en las fiestas, se arreglaban con aquellos vestidos tristes y relamidos y los peinados sin ninguna gracia y aquella falta de adornos. En fin, él sabía que ninguna mujer normal nunca podría vestir ni arreglarse como a él le gustaba y por eso había prescindido de buscarse una pareja.
Nadie sospechaba esta debilidad y no podían imaginarse que este hombre que deseaba que llegara el domingo por la tarde para ir al cine, sentado en su asiento buscaba el alimento de sus sueños para la semana.
Y así iba transcurriendo su vida, aparentemente tranquila y feliz, pero en realidad tremendamente insatisfecha, porque aquel hombre, tan apasionado, se consumía en una soledad insoportable.
Cuando aquella tarde, los amigos le propusieron un viaje a Madrid para ver algún espectáculo, no se pudo imaginar que al decirles que sí, iba a dar un cambio total en su modo de vivir hasta entonces.
Fueron a ver una revista, el género de moda en aquella época. ¡Ay Dios mío! que mujeres, envueltas en plumas, gasas que dejaban adivinar formas perfectas y lentejuelas que las hacían brillar como auténticos soles; decididamente aquello era mucho mejor que el cine, pero si casi podía notar su olor y sentir el calor de sus cuerpos cuando pasaban por la pasarela.
A partir de entonces era él quien proponía los viajes, y como salían caros y la mayoría no podían hacerlos con la frecuencia que él quería, empezó a ir solo y a la larga, terminó evitando las compañías en estos viajes, que se convirtieron en algo de lo que no podía prescindir. Acudía los domingos al teatro, como los peregrinos a los santos lugares y una vez instalado en su butaca, el resto del mundo dejaba de existir.
Aquella asiduidad le permitió ir conociendo gentes de un mundo distinto al suyo y en él se encontraba muy a gusto. Él, que habitualmente era hombre de escuchar más que hablar, con toda intención se iba muy pronto, porque así tenía ocasión de andar por allí charlando con unos y con otros y al mismo tiempo, las chicas que iban de acá para allá componiendo los últimos retoques, a veces le hacían estremecer cuando al pasarle tan cerca sentía la caricia de sus ropas.
Sobre todo, hizo amistad con uno de los tramoyistas, que desde el primer momento adivinó que detrás de aquel hombre tan correcto y prudente, había un gran reprimido y se propuso echarle una mano. Comenzó proponiéndole ir a tomar unos vinos, después de la función, y poco a poco, le fue descubriendo el mundo que el frecuentaba. El día que le llevó a casa de doña Rosita, Ambrosio ya estaba familiarizado con aquel ambiente, pero nada más entrar en la casa, presintió que detrás de aquella puerta, el mundo era otro y que este era su mundo, el que a él le gustaba vivir.
Aquella casa tenía un aire un tanto decadente debido a un exceso de muebles y cortinajes, y a diferencia de otras que había visitado, tenía dedicadas un par de salitas para beber y charlar en compañía de las chicas, que solían estar con ropa ligera: largas y vaporosas batas revoloteaban por allí. Aquel ambiente cautivó a Ambrosio, que se sentía como pez en el agua en compañía de aquellas mujeres, que se sentaban, con la mayor naturalidad, a tomar un café o una copa y charlar un rato, envueltas simplemente en una bata de raso, que les permitía eso sí, mostrar las piernas.
Ni que decir tiene, que nuestro amigo se hizo asiduo de la casa de Doña Rosita, y los domingos pasó a ser un cliente fijo. Con este nuevo aliciente en su vida, Ambrosio llenó esa carencia de compañía femenina que había tenido siempre.
Y así, pasaron los años y dejaron su huella en todas las personas de esta historia. Una noche en su casa, Ambrosio se descubrió pensando que tenía pereza en salir de viaje al día siguiente, y se puso a hacer un repaso de lo que habían sido estos años, y cómo estaban las cosas en la actualidad. El había pasado a ser en aquella casa, algo más que un cliente, pero lo cierto es que iba quedando poco de lo que había cuando llegó. Doña Rosita, ya muy mayor, casi no salía para nada de su habitación, y las riendas del negocio las habían tomado dos de las pupilas, que estaban cambiándolo todo.
Poco a poco lo de las charlas había ido desapareciendo, y últimamente cuando llegaba Ambrosio, en una de las salitas, Dolores le servía un café que el tomaba muy despacio, y allí pasaban los dos solos las horas muertas.
Dolores era algún año mayor que Ambrosio, y era de las veteranas en la casa porque no tenía donde ir, se ocupaba de abrir la puerta, hacer un poco de recepcionista y sobre todo, atender a Ambrosio, que había pasado a ser para ella, lo más importante de todas sus obligaciones.
Aquella mujer que nunca había sido hermosa, con el paso del tiempo lo que antes había sido su mayor atractivo, un cuerpo macizo y exuberante, se había convertido en un montón de carne sin formas, y sujeto por dos piernas más bien delgadas. El pelo, que siempre había llevado recogido en moños, pues eso favorecía su cara redonda, se había ido cayendo, y ahora le quedaba tan poco que era imposible de sujetar, y lo dejaba suelto.
A pesar de todo eso, Ambrosio no se podía hacer a la idea de prescindir de aquellos ratos en compañía de Dolores. Le encantaba verla entrar y salir en la habitación envuelta en su bata de raso rojo, las chanclas de tacón y siempre muy pintada. Se había acostumbrado a la compañía de aquella mujer, y cayó en la cuenta que hacía mucho tiempo, solo hacía sus viajes para estar con ella.
Al día siguiente, cuando estaban a solas en la habitación donde habían pasado tantas tardes, le dijo que estaba cansado y que en vez de pasar juntos una tarde a la semana, se podían casar y pasar juntos el resto de su vida.
A Dolores le sonaron aquellas palabras a música celestial, pues se habría ido con él aun sin hablarle de matrimonio.
Así que se casaron, y Ambrosio se trajo a su mujer que causó un gran impacto, pues nadie se podía imaginar semejante cosa.
Recuerdo cuando aquella pareja, vino a vivir a mi casa. Fueron la comidilla del barrio durante mucho tiempo. Verla a ella desenvolverse en las tareas de la casa, siempre envuelta en aquellas batas de raso (jamás recuerdo haberla visto en ropa de calle) y las chanclas de tacón, era un espectáculo bastante insólito.
Pero fue entonces, cuando todo el mundo compadecía a Ambrosio por haber cargado con aquella mujer, cuando él se sintió un hombre feliz.