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Cármenes en Aranjuez 3

Ambrosio el guarnicionero

Por Mari Carmen

 

Cecilio Fernández Bustos

 

Hay que mirar de frente, a la cara y escuchar las voces de las gentes con quienes nos cruzamos en la vida.

C. F. B.

¡Dios mío! ¡Qué pan más delicioso! ¿Dónde lo adquirís.

A. Brillat Savarin

 

 

Introducir a la lectura de un pequeño ramillete de relatos breves tiene siempre el atractivo de lo inesperado. Y es que, nunca como en esta ocasión, al efecto que me han producido los textos hay que añadir el afecto que siento por la autora. Afecto más afecto igual a confusión. No, en este caso no hay ninguna confusión, los relatos me han seducido y me han otorgado la dignidad de ser uno de sus primeros lectores, pues, han llegado hasta mí envueltos en la virginidad de lo que no ha sido hollado, de forma que toda la poética que encierran se ha derramado sobre mi mirada y me han transmitido un eco de elocuente originalidad y sustantiva verdad.

         La autora ha escrito ocho relatos que nos trasladan a su infancia unos y a la historia de su familia materna los otros. Con singular y elemental sencillez, nos describe unos personajes y unos ambientes que, pese a estar ahí envueltos en recuerdos muy cercanos, nos elevan, como si mediara el Diablo Cojuelo, sobre unas historias que parecen acontecer ante nuestra propia mirada (no nuestra mirada lectora que se da por supuesta), sino nuestra mirada cenital.  Así, en vertical sobre los elementos, percibimos la carnalidad, los aromas y casi las sensaciones gustativas del que está sentado a la mesa y comparte las viandas. La autora nos acerca a ese microcosmos, elemental por cotidiano, por donde transcurre la vida real, no ficción, de unos personajes labrados por el viento y la lluvia, los afectos y los desafectos; seres todos que han vivido y eso se nota en los zurcidos de las ropas y en las arrugas que la vida les ha ido labrando en la piel.

         El primer relato es una breve descripción, desde la ensoñación de los recuerdos, de un paisaje que vive prendido a la infancia de la autora pero que ya, nostalgia del tiempo pasado, no existe porque se ha mutado, como ella misma y la niña que fue y el paisaje que le dio cobijo son sólo memoria. Y es así, desde la memoria, que nuestra autora se mueve por el espejismo de sus recuerdos.

         Los cinco siguientes responden más a una visión crítica del universo que rodea a nuestra autora que, como hiciera Camilo José Cela en La Colmena, va abriendo puertas y asomando su mirada, que es recuerdo, por las habitaciones y los rincones de las casas donde, sólo silencio, se encuentra con aquellos ciudadanos que componían el patio de su vecindad. Dije crítica, pero no se trata de crítica acerba sino de una visión llena de ternura a unos personajes y unos hechos que reposaban allí, en el horizonte de la nostalgia y que han sido rescatados por la autora para darlos como manjar o panes de amor que diría Juan Gelman.

         Por último en dos relatos familiares, Mari Carmen nos habla de su familia y de sus vecinos. Desde la más sincera autenticidad trata de remontar los ríos de sus orígenes y llega a los dos afluentes que confluyen para que existan, de carne y hueso, sus abuelos maternos: Antonia y Paco.

         Y es que nuestra autora ha ido descorriendo los ligeros velos que cubren, más allá de los sueños, ese mínimo entramado de existencias habidas y que ni el paso de los años ni la cal de las tumbas ha logrado destruir. Mientras la luz habite la memoria, seguirán existiendo todos los que han sido. Y, aunque ya talado, la sombra de aquel árbol seguirá refrescando nuestras frentes en verano y el agua atemperada en el botijo enjugará nuestras gargantas.

         Hoy traemos a este blog uno de los relatos más singulares y enternecedores de los escritos por Mari Carmen. Nos cuenta la historia de uno de sus vecinos, un hombre, Ambrosio. Sobran los apellidos.

AMBROSIO EL GUARNICIONERO 

Por Mari Carmen

 

Ambrosio era hombre de pocas palabras, pero al mismo tiempo tenía la virtud de hacer que la gente confiara en él y se sintiera a gusto en su compañía. Era lo que solemos llamar, una buena persona, con el alma noble  que le daba ese tono amable y sosegado, de los que tienen una conciencia limpia.

En su taller nunca faltaba compañía de esa que proporcionan los eternos desocupados, que siempre informan de las últimas noticias a cambio de una silla donde dejarse caer.

Ambrosio tenía fama de buen artesano y por ello le sobraba el trabajo. Se dedicó a ese oficio, por que en aquella época cualquier hombre con un defecto en las piernas, casi no tenía otra forma de ganarse la vida, que la de ser zapatero remendón o guarnicionero, y Ambrosio escogió lo segundo. Ese oficio le permitía ganar un buen dinero y él se sentía a gusto entre esos materiales que transformaba hábilmente. Algo que le gustaba especialmente era el olor del cuero, en el cual le gustaba dejarse envolver y como si de un cálido abrigo se tratara sentirse arropado y protegido.

Su familia y los conocidos que frecuentaban el taller, tenían el convencimiento de que era un hombre conforme con su situación y con la vida resuelta en el terreno económico, le consideraban una persona feliz.

Pero cuando llegaba la noche, y con su oscuridad se sentía a salvo de miradas y preguntas, cerraba su taller y se quedaba a solas, disfrutando de la soledad y convirtiéndose por unos momentos en otra persona muy distinta; dejaba de ser aquel hombre cojo, y se convertía en un apuesto joven que enamoraba a las más bellas mujeres, pero solo le gustaban las más hermosas y especialmente elegantes.

Seguramente cualquiera de las que conocía, se habría casado con el si se lo hubiera pedido, pues, como ya he dicho, era una persona que a pesar de faltarle la mitad de la pierna izquierda, y  sustituía con una prótesis de madera, tenía un encanto especial y era bastante apreciado y el hecho de no tener problemas económicos, también era un buen aliciente, pero él, ¡no podía soportar a las mujeres feas!, con esos delantales y esas ropas que se usaban normalmente, y aún menos cuando los domingos o en las fiestas, se arreglaban con aquellos vestidos tristes y relamidos y los peinados sin ninguna gracia y aquella falta de adornos. En fin, él sabía que ninguna mujer normal nunca podría vestir ni arreglarse como a él le gustaba y por eso había prescindido de buscarse una pareja. 

Nadie sospechaba esta debilidad y no podían imaginarse que este hombre que deseaba que llegara el domingo por la tarde para ir al cine, sentado en su asiento buscaba el alimento de sus sueños para la semana.

Y así iba transcurriendo su vida, aparentemente tranquila y feliz, pero en realidad tremendamente insatisfecha, porque aquel hombre, tan apasionado, se consumía en una soledad insoportable.

Cuando aquella tarde, los amigos le propusieron un viaje a Madrid para ver algún espectáculo, no se pudo imaginar que al decirles que sí, iba a dar un cambio total en su modo de vivir hasta entonces.

Fueron a ver una revista, el género de moda en aquella época. ¡Ay Dios mío! que mujeres, envueltas en plumas, gasas que dejaban adivinar formas perfectas y lentejuelas que las hacían brillar como auténticos soles; decididamente aquello era mucho mejor que el cine, pero si casi podía notar su olor y sentir el calor de sus cuerpos cuando pasaban por la pasarela.

A partir de entonces era él quien proponía los viajes, y como salían caros y la mayoría no podían hacerlos con la frecuencia que él quería, empezó a ir solo y a la larga, terminó evitando las compañías en estos viajes, que se convirtieron en algo de lo que no podía prescindir. Acudía los domingos al teatro, como los peregrinos a los santos lugares y una vez instalado en su butaca, el resto del mundo dejaba de existir.

Aquella asiduidad le permitió ir conociendo gentes de un mundo distinto al suyo y en él se encontraba muy a gusto. Él, que habitualmente era hombre de escuchar más que hablar, con toda intención se iba muy pronto, porque así tenía ocasión de andar por allí charlando con unos y con otros y al mismo tiempo, las chicas que iban de acá para allá componiendo los últimos retoques, a veces le hacían estremecer cuando al pasarle tan cerca sentía la caricia de sus ropas.

Sobre todo, hizo amistad con uno de los tramoyistas, que desde el primer momento adivinó que detrás de aquel hombre tan correcto y prudente, había un gran reprimido y se propuso echarle una mano. Comenzó proponiéndole ir a tomar unos vinos, después de la función, y poco a poco, le fue descubriendo el mundo que el frecuentaba. El día que le llevó a casa de doña Rosita, Ambrosio ya estaba familiarizado con aquel ambiente, pero nada  más entrar en la casa, presintió que detrás de aquella puerta, el mundo era otro y que este era su mundo, el que a él  le gustaba vivir.

Aquella casa tenía un aire un tanto decadente debido a un exceso de muebles y cortinajes, y a diferencia de otras que había visitado, tenía dedicadas un par de salitas para beber y charlar en compañía de las chicas, que solían estar con ropa ligera: largas y vaporosas batas revoloteaban por allí. Aquel ambiente cautivó a Ambrosio, que se sentía como pez en el agua en compañía de aquellas mujeres, que se sentaban, con la mayor naturalidad, a tomar un café o una copa y charlar un rato, envueltas simplemente en una bata de raso, que les permitía eso sí, mostrar las piernas.

Ni que decir tiene, que nuestro amigo se hizo asiduo de la casa de Doña Rosita, y los domingos pasó a ser un cliente fijo. Con este nuevo aliciente en su vida, Ambrosio llenó esa carencia de compañía femenina que había tenido siempre.

Y así, pasaron los años y dejaron su huella en todas las personas de esta historia. Una noche en su casa, Ambrosio se descubrió pensando que tenía pereza en salir de viaje al día siguiente, y se puso a hacer un repaso de lo que habían sido estos años, y cómo estaban las cosas en la actualidad. El había pasado a ser en aquella casa, algo más que un cliente, pero lo cierto es que iba quedando poco de lo que había cuando llegó. Doña Rosita, ya muy mayor, casi no salía para nada de su habitación, y las riendas del negocio las habían tomado dos de las pupilas, que estaban cambiándolo todo.

Poco a poco lo de las charlas había ido desapareciendo, y últimamente cuando llegaba Ambrosio, en una de las salitas, Dolores le servía un café que el tomaba muy despacio, y allí pasaban los dos solos las horas muertas.

Dolores era algún año mayor que Ambrosio, y era de las veteranas en la casa porque no tenía donde ir, se ocupaba de abrir la puerta, hacer un poco de recepcionista y sobre todo, atender a Ambrosio, que había pasado a ser para ella, lo más importante de todas sus obligaciones.

Aquella mujer que nunca había sido hermosa, con el paso del tiempo lo que antes había sido su mayor atractivo, un cuerpo macizo y exuberante, se había convertido en un montón de carne sin formas, y sujeto por dos piernas más bien delgadas. El pelo, que siempre había llevado recogido en moños, pues eso favorecía su cara redonda, se había ido cayendo, y ahora le quedaba tan poco que era imposible de sujetar, y lo dejaba suelto.

A pesar de todo eso, Ambrosio no se podía hacer a la idea de prescindir de aquellos ratos en compañía de Dolores. Le encantaba verla entrar y salir en la habitación envuelta en su bata de raso rojo, las chanclas de tacón y siempre muy pintada. Se había acostumbrado a la compañía de aquella mujer, y cayó en la cuenta que hacía mucho tiempo,  solo hacía sus viajes para estar con ella.

Al día siguiente, cuando estaban a solas en la habitación donde habían pasado tantas tardes, le dijo que estaba cansado y que en vez de pasar juntos una tarde a la semana, se podían casar y pasar juntos el resto de su vida.

A Dolores le sonaron aquellas palabras a música celestial, pues se habría ido con él aun sin hablarle de matrimonio.

Así que se casaron, y Ambrosio se trajo a su mujer que causó un gran impacto, pues nadie se podía imaginar semejante cosa.

Recuerdo cuando aquella pareja, vino a vivir a mi casa. Fueron la comidilla del barrio durante mucho tiempo. Verla a ella desenvolverse en las tareas de la casa, siempre envuelta en aquellas batas de raso (jamás recuerdo haberla visto en ropa de calle) y las chanclas de tacón, era un espectáculo bastante insólito.

Pero fue entonces, cuando todo el mundo compadecía a Ambrosio por haber cargado con aquella mujer, cuando él se sintió un hombre feliz.

Otoño en Aranjuez. Jardín del Príncipe (fotografía CFB)

Otoño en Aranjuez. Jardín del Príncipe (fotografía CFB)

 

 

 

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Cármenes en Aranjuez 2

Carmen Vela Muñoz: La casa de mi niñez

Cecilio Fernández Bustos

 

 

La alternancia de sueño y vigilia marca la primera división en el tiempo humano, que sigue en ello originariamente a la luz solar, al alternarse de la luz y la oscuridad.

María Zambrano

En la caja del aire va el telón encendido,…

Pere Gimferrer

Tenía diez años y un gato

Juan Manuel Serrat

Cuando llegué a la vida, un sentimiento anterior a mí, formaba parte de mi equipaje.

Carmen Vela Muñoz

 

 

Continuando con nuestro propósito de divulgar el material creativo, la poética y la narrativa, que algunas de mis amigas van acumulando en las alacenas y en las arcas de sus desvelos, hoy traemos un nuevo relato, con forma y estructura sentidamente poética, de una estas amigas que se han prestado a abrirnos los armarios de su creatividad y mostrarnos los huertos donde cultivan las maravillosas hiervas de sus reboticas. Esos balcones donde reverberan las flores que les nacen en sus jardines y que ellas miman discretamente con celo, pasión y arte.

         Hace algún tiempo, en 2005, Carmen publicó un cuento muy hermoso, La magia del gigante, —premiado en el Certamen Ínsula Barataria que organizó el Ayuntamiento de Aranjuez en la conmemoración del IV Centenario de la publicación de El Quijote—. Creadora singular, nuestra autora, que ya ha tenido en varias ocasiones la posibilidad del reconocimiento, nos llevó de la mano por los caminos de la ensoñación. Ella es una de las más activas promotoras de la vida cultural de Aranjuez y está acostumbrada a librar batallas con los silencios del viento y las constelaciones de los que callan.

         Actriz y escritora, participante en casi todo lo que se promueve y promotora ella, Carmen Vela Muñoz nos ofrece hoy un eslabón de su memoria, un hilo de su ternura que nos señala un camino, una guía para recuperar también nuestra memoria que tuvo y tiene un discurrir particular pero que, en tanto que discurrir,  vincula a la vida y nos ilumina para saber de nuestra unidad en el transitar del tiempo.

         Sucede aquí, en la lectura de este relato poético o si se quiere en este poema narrativo, aquello que nos dice Pere Guimferrer en el poema Antagonías de «Extraña fruta» y otros poemas: «…la simultaneidad de tiempos en el momento de correrse unos visillos, con el gesto de ayer, un perfil en escorzo, como en un boceto de pintor,». Se nos revela esta admirable comunicación, el correrse unos visillos, con gesto de ayer, al comienzo del texto de Carmen, y parece como si el poeta hubiera escrito su texto para definir el trabajo de nuestra escritora de hoy, que fluye, como nos contara José Luis Sampedro, «fondo abajo, hacia lo profundo, haciéndose más verdad» y cuya lectura nos está esperando.

 

 

 

La casa de mi niñez

Carmen Vela Muñoz

 

LA CASA DE MI NIÑEZ tenía dos puertas;

una la del paso diario, la otra, la de las ocasiones.

Y dos patios,

en uno llovía, en el otro se oía llover,

Y dos escaleras,

una humilde, la otra, importante

Tenía un cuarto oscuro

y una cueva fresquita.

Chimeneas que echaban chispas

y cámaras que se llenaban de grano

Un pozo con agua

y ropa secándose al sol.

La casa de mi niñez

olía a septiembre en las vendimias,

a dulce en la Nochebuena,

a canela el Jueves Santo,

y a Alex, cera bendita, todo el año.

La casa de mi niñez

era luz en las paredes de cal

y sombra de patio emparrado,

era el silencio de las siestas

y el carrusel de las tertulias.

Era mi abuelo comiéndose la estufa con las manos,

y la paz del campo que llegaba con mi padre,

y mi madre, siempre enganchada a un quehacer,

y mi abuela, maestra, uno derecho y dos del revés,

¡maestra de tantas cosas! …

… era la casa de mi niñez.

 

Aranjuez, 19-3-07

 

No tengo tu casa (fotografía de CFB, 2014)

No tengo tu casa (fotografía de CFB, 2014)

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Cármenes en Aranjuez

Cecilio Fernández Bustos                                                                     

     A María Bustos Calderón  

La vida humana es el mayor derroche económico de la naturaleza: cuando parece que podrías empezar a sacarle provecho a lo que sabes, te mueres, y los que vienen detrás vuelven a empezar de cero.

Rafael Chirbes ( De En la orilla, 2013)

 

Visité Granada por primera vez cuando aún era muy joven, adolescente descubriendo el mundo. Estaba pues en aquel tiempo en que se nos revela nuestra propia existencia y nuestra relación con el mundo. Como tantos que por allí pasaron, caí rendido y enamorado ante su belleza, su mágico encantamiento y su profundo aroma a Macasar —debía ser invierno—. Después de aquella visita he vuelto muchas veces y he tenido la oportunidad de mirar la ciudad desde muchos ángulos. Nunca olvidaré a Paco Izquierdo, noble amigo granadino,  con quien compartí muchas horas de contemplación artística y pasión por la vida. Pero no es de aquello de lo que quiero escribir hoy, a Granada y a todo lo granadino le dedicaré algún día un sentido recuerdo donde explicitaré todos mis amores a la tierra de Federico García Lorca.

            Granada en esta ocasión es solo un pretexto, un rodeo para iniciar una nueva sección de este blog. Y lo es para que muchos amigos y amigas que escriben, muy bien por cierto y que tienen imaginación y aciertan  a presentarnos mundos o, más exactamente, visiones del mundo muy personales en cada caso, se asomen a esta ventana que estoy abriendo en este momento. Se trata de cuentos desconocidos para los demás, singulares e interesantes y por demás artísticos y dignos de consideración. No debería importarnos, en momentos de tanta y tan excluyente bulla, tendernos un momento a descansar «del ruido y del bullicio», decía Octavio Paz, para reponer fuerzas y lanzarnos de nuevo a la vorágine de querer alcanzar un vivir como humanos libres.

            Siguiendo por donde iba, como ya sabéis, en Granada existen unos pequeños jardines, colgados de las laderas de los hondos desniveles del terreno, colgados como sucediera en Babilonia. Pero ¿qué digo?: ¡No!, jardines no, viviendas; dije viviendas, ¡no!, viviendas no, huertos, pequeños huertos de subsistencia. Sí, aunque existen grandes y maravillosos cármenes —el carmen de los Mártires es uno de los más representativos— para el disfrute del turista. Los cármenes granadinos son pequeñas residencias aisladas y tapiadas, allá en el Albaicín, que guardan en su interior todo eso: casa, jardín, huerto y un oloroso macasar. En Aranjuez también existen lo que en Granada serían gigantescos cármenes: el jardín del Príncipe con su Casa del Labrador —y algún que otro macasar— y el jardín de la Isla con el Palacio Real. Pero no es de los cármenes, tampoco de Granada, ya lo he dicho, de lo que hoy quiero hablar, sino de las Cármenes. Y en esta ocasión en concreto de numerosas Cármenes, de varias escritoras que, tapadas por la brumosa niebla del Tajo, ocultan a las miradas lectoras unas sugestivas obras. Es posible que ni entre ellas se conozcan y si se conocen no lo es con la perspectiva de que escriben y que Cecilio las conoce y quiere dar a conocer sus trabajos. Sí, de eso se trata, de presentar a estas escritoras que viven de otras cosas y en otras cosas pero que, además, escriben o han escrito. Sí, no lo duden, escribir es una tentación y, no hace de esto mucho tiempo, un gran pecado, especialmente si quien tenía el atrevimiento era una mujer, aunque esa mujer se llamase María Zayas y Sotomayor o Emilia Pardo Bazán; María Zambrano o Adela Cortina; María Rosa de Gálvez o Aurora Luque. Como dijo Nadine Gordimer, se «escribe porque estamos en un proceso de descubrimiento, explorando la vida, a los seres humanos, a la historia que ellos hacen y que los hace. Exploramos religiones y costumbres, porque éstas son las estructuras alrededor de la personalidad humana. Creo que sólo puedes afectar a tus lectores en la medida en que presentas un pequeño grano de la verdad que se han negado a sí mismos o que no han alcanzado».[1]

            Las Cármenes de las que yo hablo son otras mujeres que escriben, sí. Cuentos, relatos cortos; breves semblanzas de la vida y de la tierra, cosas que pasan o han pasado o, acaso, podrían pasar; y también poemas, una de ellas además de relatos muy breves, escribe poemas muy hermosos. Y lo hacen muy bien e incluso nos esconden las cosas en el pajar o debajo del montoncito de tierra donde, de niñas, escondían los alfileres «bonis», porque ellas, las escritoras que voy a presentar han llegado a tiempo de jugar con alfileres y con otras muchas cosas bellas de las que hoy se han olvidado las niñas y los niños.

            La primera Carmen que traigo a estas páginas, mujer con voz de cielo, va asomando sus palabras por rincones poco frecuentados. Se llama Carmen como las otras y, para que no haya ninguna confusión incluiremos su primer apellido, García, algo que también haremos con las otras compañeras de aventura literaria. En la medida que vayan aportando material irán apareciendo en estas páginas y en esa misma medida se irán dando a conocer a sus lectores.

            La Carmen que firma hoy, escribe como jugando. Muy adaptada a su sociedad y a su tiempo; en vez de enviar mensajes o whatsapp manda a sus amigas y amigos pequeños cuentos que improvisa. Sí, así de fácil. A mí, ya os diré más, pero de momento deciros que me gustan lo razonable y si a ustedes vosotros también os llegan a alentar la sonrisa o la zozobra, pues eso que habremos conseguido.

            Como si de un ramo de rosas blancas se tratara, en tiempos tan difíciles, esta sátira tocada de sutil ironía sobre las cosas que tan frecuentemente ocurren en estos tiempos.

Rosas blancas (fotografía, CFB)

Rosas blancas (fotografía, CFB)

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Hoy me he muerto

Carmen García Fernández

 

Quiero hablar de esta experiencia. No se muere uno todos los días.

Enseguida me di cuenta; ¡no tenía hambre! Yo desde que me levanto pienso en comer.

—¿Qué pasa aquí? Y que tranquilidad, ¡coño! Que gusto da estar muerto. Pero, ¿y ahora? —Llevaba las mismas bragas desde ayer y la habitación estaba hecha un asco. Vendrían los de las pompas y el médico , y lo peor; la familia armando la Marimorena. No iba a ser tan fácil después de todo.

Desde luego yo ya poco podía hacer. Solo quedarme cada vez más tiesa

y más simple. Yo no he sido nunca la reina del mambo en eso de la inteligencia, pero es que estaba lerda del todo.  Ahora ya no podría sumar dos más dos ni en el potro del tormento. Aunque ya poco me quedaba por hacer en este mundo. ¡Me enterraran! ¿ENTERRAR?

—¡Pero por qué!, quiero decir ¿por qué no me dejan tranquila aquí, en la camita? Yo soy dormilona, podría aguantar hasta el medio día sin que nadie piase. ¿Y el trabajo?, muerta me echan, seguro, ¡pues buenos están los tiempos! A ver si va a resultar que da más problemas estar muerto que vivo.

 A mí qué me importa, yo a criar malvas y el mundo que siga rodando.

Yo ahora me duermo, a lo mejor me despierto en Las Maldivas.

Al menos, ¡eso espero!, que no sea un sitio demasiado caluroso. POR FAVOR!!

[1] Guadalupe Alonso y José Gordon.- Nombrar lo innombrable (Entrevista a Nadine Gordimer)Revista de la Universidad de México

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