HOMENAJE A BAUTISTA FERNÁNDEZ LÓPEZ (Valdepeñas, Ciudad Real, 1907 / Aranjuez, Madrid, 1980)

AUTORRETRATO

 

 

Cecilio Fernández Bustos

 

            Mi padre era un hombre de muchas aficiones. De esta forma acumulaba multitud de motivos para estar vivo y hacer que se notara su presencia; para  disfrutar y también, evidentemente, cuando la vida así lo exigía sufrir un poco. Las cosas que a mi padre solían entusiasmarle eran cosas sencillas, fáciles de conseguir y compartir: circunstancias, asuntos, cosas que estaban en él y formaban parte de su propia esencia. Le gustaba conversar, contar historias y viejos chascarrillos. Cuentos, decía él, que le habían contado o había vivido. También gustaba de perderse por los campos sin roturar de Aranjuez o de Cuenca. Frecuentemente le buscaba las vueltas al sol, tratando de descubrir nuevas miradas, nuevas luces, nuevos asombros para sus ojos –pequeños, eso sí, pero siempre enamorados–. Era un hábil recolector de frutos silvestres y era feliz degustando una breve tortilla de espárragos trigueros. Pero, entre tantos y tan pequeños caprichos, Bautista, vivió seducido por la pintura. Posiblemente fuera ésta la gran experiencia vital de nuestro artista. La pintura, sin duda alguna, fue la afición a la que más tiempo, entusiasmo y pasión dedicó desde su juventud.

 

            Pintó más de dos mil cuadros. Su estética y su técnica buscaban cobijo en el impresionismo. Admiraba, sobre todos, a Pissarro. En el paisaje era donde más cómodo se encontraba, donde más sabio se sentía, donde más éxitos cosechó. Primero fueron los jardines: fuentes, árboles, celosías por las que trajinaba una luz poblada de alucinaciones; más tarde las huertas y las tierras estériles de los secanos. Siempre el paisaje de Aranjuez: rojos, ocres, cobres, verdes, oros y un sereno rumor de cielos transparentes y tranquilas aguas dormidas en las vueltas y revueltas de las curvas donde los faunos persiguen a las ninfas.

 

            Siempre fiel a sí mismo, buscaba trasladar su propia emoción a esas telas que tanto paseó de su casa al motivo, del motivo a su casa. Era como el poeta, pues iba de su corazón a sus asuntos. ¿No le recuerdas?, llamaba la atención verle venir por la calle de Las Infantas, cargado con los bártulos después de una larga jornada de pintura al aire libre. Cuantas miradas buscando la forma, la luz, el matiz del color; miradas aislando, seleccionando, descubriendo ese espacio donde el ritmo de la luz establece la sinfonía de los colores. El pequeño apunte perdido en los bolsillos de la chaqueta; el boceto rápido pero certero para guardar, en una doble memoria, el impacto de ese instante único que nuestro pintor acaba de vivir; y que, mañana, volverá a buscarlo, portando un pequeño pero impoluto lienzo, donde tratará de reencontrar y plasmar en colores la emoción de la víspera.

 

             Sin embargo, a mi me gustan los bodegones; pintó algunos que, por el tratamiento que dio a la forma y a la luz, le aproximaron a Zurbarán; otros en los que no resulta difícil descubrir la geometría de la luz de Cezanne. He logrado conservar conmigo dos de estos cuadros: Uno de estos bodegones, pintado en los primeros años cuarenta, representa, ante nuestros ojos conmovidos por la distancia, una barra de pan, una naranja y un vaso con agua. Se trata de la ración de pan a que tenía derecho un ciudadano español en aquellos años de fría austeridad, de dolor y de hambre. Es un cuadro triste, de fondo oscuro como el pan moreno y mal cocido que compartía nuestro pintor con su familia. El otro debió pintarlo al final de los cincuenta; es otra cosa, hay luz y más frutas, una jugosa manzana, dos tomates y un gran racimo de uvas; el vaso de agua, como en el otro bodegón, ocupa el centro del cuadro; el fondo, ¡ay! el fondo, es todo transparencia, la transparencia de una ventana que da al exterior, a la calle, al sol, a la luz que tanto enamoraba a Bautista. Es evidente que estamos en una época más saludable, más apta para la vida.

 

            Pero la joya, el cuadro más logrado de cuantos pintó mi padre, es un pequeño, casi minúsculo, autorretrato, contemporáneo del bodegón del pan. Este cuadrito permaneció con él, en su casa, sin colgar, entre papeles y laminas recortadas de periódicos y revistas. Posiblemente después de su muerte me lo apropie y pasó a formar parte de mi reducida colección. Aquí está junto a mí. Hace veintiocho años lo enmarqué,  y desde entonces me acompaña, ocupando un lugar claro y luminoso en la casa donde habito.

 

 Bautista / Autorretrato, 1943

 

            En este cuadro minúsculo, que probablemente yo mismo, siendo muy niño, viera pintar a mi padre, están presentes, de forma muy visible, tres de los elementos que constituían en aquel momento la esencia y definición del hombre y, al mismo tiempo, la esencia y definición del artista. Lo que primero nos llama la atención es la vestimenta de nuestro pintor: se trata de un ‘mono de peto’, uniforme laboral de nuestro hombre, que se ganaba la vida trabajando como oficial ajustador en una conocida fábrica metalúrgica de Aranjuez. El segundo elemento que nos muestra la contemplación de este cuadro es el sol: sol de verano ribereño; nos hiere la espectacular y cegadora luz manchega de esta tierra, atenuada en dulce transminar de los fluviales ritmos del cercano y adivinado río Tajo. Y, en tercer lugar, el Jardín del Príncipe. Y es que Bautista, tal vez escindido de la cotidianeidad de aquellos duros años de posguerra,  se ejercitaba en unos rituales  de adoración a la belleza.

 

            En esta pintura, Bautista, ha captado el carácter del modelo. Modelo que es él mismo, pero que, al captar el éxtasis de su mirada, se está elevando a la categoría de pintor. No se ha empantanado en lo anecdótico y biográfico -sol, mono de peto, jardín-. Hay en esta miniatura un sentido afán de verdad; de original, nueva, distinta forma de mirarse a sí mismo y descubrirse ensimismado ante la vida. La carga de subjetivismo estalla en mil facetas, rompe la estructura formal del manido discurso plástico, y entroniza un espejismo de universalidad: Es la mirada del hombre que, contemplando al hombre, se sabe ser cristalizado en presencia humana, en el tiempo y en la historia.

 

            Nuestro pintor, en este autorretrato, tal vez el único que se hiciera, se representa joven -tendría poco más de treinta y cinco años-. Ya se anuncia en forma de profundas entradas en un pelo negro, la calvicie que habría de ser, ya en la madurez,  uno de los rasgos más singulares de su imagen. Se le aprecia una amplia y despejada frente sobre la que navegan suavemente unas ondas horizontales que enmarcan sus pobladas cejas y contrastan con la verticalidad de unas facciones de finas y elegantes líneas. Una nariz romana, casi perfecta, se apoya en un fino bigote negro. La boca es plena de carnosidad; gruesos labios como salidos del quirófano de un modelador de bocas del final del siglo XX. Tal vez el elemento facial más distintivo de Bautista sea la perfección de una barbilla rematada por un profundo hoyuelo. Este es el hombre, sus ojos vivos y su mirada profunda anuncian mucha ternura y mucha pasión. El pintor ha sabido verse.

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Una respuesta a “HOMENAJE A BAUTISTA FERNÁNDEZ LÓPEZ (Valdepeñas, Ciudad Real, 1907 / Aranjuez, Madrid, 1980)

  1. Cecilio: recuerdo la exposición que dedicaste a la obra de tu padre. No solo me impresionó ver el mundo a través de sus ojos sino también el amor que le demuestras y del que das un testimonio más en este texto.

    Qué suerte para el padre y qué suerte para el hijo

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