ELADIO CABAÑERO

Cecilio Fernández Bustos

 

Poeta de ternura no aprendida, de corte agreste y espontáneo, Eladio Cabañero traía un olor a campo y a autenticidad en sus versos…
Florencio Martínez Ruiz

La obra de Eladio, en su pureza magistral, olía a tierra y pan recién salido del horno, con la bondad de las palabras dichas por los hombres buenos en el buen sentido de la palabra.
Juan Pedro Quiñonero

 

Eladio Cabañero nació en Tomelloso, Ciudad Real, en diciembre de 1930 y murió en Madrid en junio de 2000. Como ya escribiera a propósito de Gloria Fuertes, también hemos olvidado muy pronto al poeta que veía el cielo pintado con tizas de colores. Como tantos españoles de su tiempo tuvo muy mala suerte; solo tenía 10 años cuando su padre, fotógrafo y maestro, que había sido militante socialista y presidente de la Casa del Pueblo, fuera fusilado en 1940. Autodidacta del todo, también como tantos otros creadores, de niño y adolescente trabajó en el campo y más crecido de albañil, primero como aprendiz y luego como oficial. En 1956 se traslada a Madrid y, con más suerte en esto que Miguel Hernández, encuentra trabajo y buena acogida desde el primer momento de su llegada. Pronto encontró trabajo en la Biblioteca Nacional donde estuvo empleado durante 12 años. En la Editorial Taurus trabajó durante 10 años. Fue redactor jefe de La Estafeta Literaria y de la revista Nueva Estafeta hasta su desaparición. Y, sobre todo, fue acumulando amigos, admiración y respeto.

         Eladio Cabañero nos enseñó el nombre olvidado de tantas cosas, que bien podríamos elaborar un diccionario sobre la hondura del léxico manchego. Un lenguaje abierto y claro que llama a las cosas por su nombre y que descubre la metáfora en el lagar y en el lugar recóndito donde fermenta el mosto y se transustancia en vino. Autodidacta y poeta, destripa terrones y escritor, albañil y poeta. Sí, poeta. Creador de hermosísimos poemas, donde destaca un lenguaje nítido y certero que nos acerca al manantial de la voz del pueblo. Sí, autor de poesía social o de la experiencia, en ese esfuerzo lúcido y pasional por alcanzar el centro de la rememoración y situarnos en el origen de la palabra. Nuestro poeta se eleva a las cotas más altas y pone el dedo en las llagas, con la palabra que restaura el temblor de la memoria — Como el olvido es malo, nunca olvido—

         La voz de Eladio Cabañero está poblada de esa pulsión del lenguaje campesino y manchego, sobrecargada de sentido. Su peripecia vital la han comparado algunos con la de Miguel Hernández. Sin embargo no fue lo mismo y en el caso de Eladio, cuando llega a Madrid en 1956 —tal vez en la memoria el error cometido con Miguel— tiene una buena acogida desde el primer momento. Es verdad que en la poesía de ambos autores está presente lo rural y su lenguaje, pero son dos voces distintas de vuelo alto y singular.

         Cuatro poemarios publicados sirvieron al poeta de Tomelloso para darse a conocer y alcanzar la gloria y la estima de los amantes de la poesía. En 1956 publica su primer libro Desde el sol y la anchura. Dos años más tarde, en 1958, obtendrá un Accésit del Premio Adonaís con Una señal de amor. Recordatorio ve la luz en Madrid, publicado por Taurus, 1961. En 1963 alcanza la consagración con Marisa Sabia y otros poemas, libro por el obtiene el Premio Nacional de Literatura. Francisco Ribes lo incluye en la antología Poesía última, 1963, donde también aparecen poemas de Claudio Rodríguez, Ángel González, José Ángel Valente y Carlos Sahagún, autores que conforman el grupo poético madrileño que se dio a conocer en la década de 1950-1960, como generación de los 50. Igualmente José Batlló lo incluyó en su Antología de la nueva poesía española, El Bardo, 1968 Y por último, en 1971, con la publicación de Poesía 1956-1970 —recopilación de su obra— obtiene el Premio de la Crítica.

         Una vez más la vida me iba a ofrecer una gran compensación: conocer y tratar a Eladio Cabañero de tú a tú. Conocer al hombre que se gana la vida y los amigos a golpe de generosa claridad y al poeta que sueña con su Marisa sabia y que no evita los terrones de tierra que ayer estrujara para sacarle a la tierra el sustento. Lo recuerdo tomando tapas y bebiendo vino sentado a una mesa o apoyado en la barra de un bar por la calle de San Mateo o por Fernando ‘El Católico’ —¡Qué buenas están las mollejas, Cecilio!—. Y entre bocado y trago, hablando de poesía y de poetas. Tú siempre dispuesto a conversar, socarrón y risueño. Eladio, amigo, nos queda tu palabra.

 

 

Eladio Caballero, entre el poeta Luis López Anglada y el autor (Madrid, 1971-72)

 

 

 

 

 

Labrador manchego

Es un pintor que mira y que repite
la emoción del paisaje, los colores
donde ahonda la luz del pensamiento
en su fisonomía siempre insomne.
Con los ojos cerrados reconcentra
el campo de su alma, oscura torre
que resiste en vaivén, en equilibrio,
un duro viento de interrogaciones.
Nadie puede decir qué pensamientos
superpueblan la frente de este hombre.
(En el ancho paisaje de La Mancha,
pósito de la luz y de los soles,
por las ventanas de la tarde saltan
los pedernales de los labradores.)
Se sale a caminar (detrás el pueblo
aldeano y relimpio). Se recorre
los arados, los surcos, los caminos
proyectando teóricos remontes,
encauzados de piedras solitarias,
los espejismos y los horizontes…
y regresa arriando los crepúsculos,
tascando el freno que tan bien conoce.
De madrugada sueña y amanece
como la tierra desnutrida y pobre.
Se le llora la lágrima que lleva
toda su vida como un gas salobre
y da temor mirarlo porque pide
justicia cuando mira escueto, incólume,
sin que sepamos nunca lo que piensa
allá en su anchura cósmica este hombre.
(… de Desde el sol y la anchura, 1956)

 

La despedida

Adiós, hijo, ya no nos volveremos a ver.
(De una carta de mi padre)

Como el olvido es malo, nunca olvido;
han pasado estos años… Ahora veo
que es necesario hablar de despedirnos,
de un documento extraño que se firma
para dejar de ver a los que amamos.
A solas pienso:
«esto tan ancho sé que no es el mundo,
ni esta sed, este silencio;
la gran apuesta, la esperanza
de la victoria —entre pared y pared—
tampoco».
A todo esto, padre,
verás cómo no puedo despedirme.
La vida es la noticia que no se puede olvidar
más fácilmente;
verás cómo no puedo decir nada.
Vivir, seguir
esta perdida apuesta es lo que importa
aunque estemos en medio de la calle
sin nada que vender ni que ponernos.
(Entre las cosas viejas de la casa
tu tapabocas roto, tu boina,
ropas tuyas
tan cargadas de tiempo; y aquella carta
que pareciera cursi si no fuera
porque es tan de verdad.) A todo esto…
«Hay que ser generosos,
los demás están solos, necesitan
que alguien se ocupe de ellos
porque el amor más mínimo les falta;
amamos poco al hombre», tú me dices.
Leo tu carta pensando
que siempre he sido un torpe y que no he visto
cómo eras tú hasta ahora que me faltas.
Aquellos ojos en mis ojos, música
entre los dos, y aquellas manos,
no los pude apreciar porque hasta entonces
vivíamos sin un luto.
Bien recuerdo las cosas:
si íbamos a comer, estaba madre
atareada y fuerte entre nosotros;
bien lo estoy recordando…
nos iba así la vida y yo era un niño
en libertad en las calles de su pueblo
que mirando a su abuelo pensó en Dios.
No amamos bien al hombre.
Recordando aquel pan y aquella cárcel,
viéndote emocionado,
fiado en la verdad, claro, indefenso,
he vuelto a deshacer la despedida
para que ser tu hijo sea decirte
que no estás sin amor.
No me despido.
La temblorosa rúbrica de irse
hoy la recojo de tus manos, padre;
que no te olvido en la desgracia, no.
Sostenme,
sepa tu corazón, si ahora me escuchas,
que eres más bueno cada vez y que amo
la pequeña limosna de mi vida
antes de despedirnos para siempre.

(…de Una Señal de amor, 1958)

 

 

Semana Santa en Tomelloso (C/F)

 

 

 

Antes, cuando la infancia

El cielo aquel pintado con tizas de colores;
el sol que se empozaba tantos jueves
para los largos temporales
( «Cuando se empoza el sol en jueves,
antes del domingo llueve…»)
Aquellas calles largas con carros y viñeros;
el pregonero del Ayuntamiento
y el tío del «rabiche»; el carro
del «alhigue» cuando los carnavales;
las barberías con aquellos frascos
llenos de sanguijuelas coleantes;
el miedo de las noches del invierno
desiertas por el cierzo y los fantasmas;
las uvas, las espigas, la Glorieta,
la feria, el corralazo de los títeres…
¿Era aquél Tomelloso?
¿Era yo aquél, aquel de por entonces?
No me recuerdo bien. No tengo pruebas.
Era antes de la guerra. Mucha gente
no viviría bien, seguro, pero
el tiempo de los niños es hermoso,
y aunque la vida va a su mejoría
-según dicen- y hay tantos nuevos sueños:
viajar a la luna y los planetas;
inventar pan para que no haya pobres,
nueva fe en nuevos pechos,
aquel tiempo consuela a los que fuimos
niñez y luego muerte en nuestra infancia.
Antes que lo perdiéramos,
aquel niño de todos y de nadie
jugó por todo el pueblo, entre bidones
y cubas y trujales, en las fábricas,
en las destilerías de alcohol,
donde el vino zurría y se quemaba,
mientras nosotros -aúpa- nos saltábamos
montoneras de orujo, eras de lías.
Y el campo, ¿cómo era
antes de que aquel cielo, aquellos hombres,
se fueran a la guerra para no volver nunca?
…Vendimiadores tiempos,
una vez en las viñas, vendimiando, una noche
-quiero acordarme, pero ha tanto tiempo-
en la pequeña casa, acabada la cena,
todos bien avenidos se embromaron,
se tiznaron jugando al «San Alejo»,
con la sartén tocaron seguidillas
y jotas a la luz de los candiles;
y luego se acostaron en-parva por el suelo,
que ya no se cabía
sino en las alambores y en la cuadra.
Eran caras alegres como nunca haya visto.
Era antes de la guerra y yo tenía
de cuatro a cinco años.
Muchos ya no volvieron para echar hato los lunes
para irse de semana, de vendimia.
El cielo no volvió ni fue ya claro.
La gente se hizo dura,
y a los niños dejaron de querernos.
Y nosotros, mis primos, mis amigos,
no volvimos tampoco de la guerra:
de repente crecimos, fuimos otros,
nos perdimos igual que se perdieron
de vista, hacia el Oeste, tantas cosas.
(…de Recordatorio, 1961)

 

El encuentro

A cántaros se han hecho los mares para un niño;
con los besos no dados, el amor verdadero.
Hoy sé que por ti he sido capaz, Marisa Sabia,
de levantar a pulso, espuerta a espuerta,
un cerro o una torre,
un chorro de silencio incontenible
hasta subir al infinito y verte.

Te he visto hacia el amor, la fe y la dicha.
Y encontrarte, Marisa, el sólo verte,
ha sido el pan y el premio que ya no me esperaba
después de tantos años de amor falso,
sueño a crédito y ruina.

En la vivida feria tengo visto
brazos, piernas, caderas, pechos y ojos
más chicos y mayores que los tuyos. ¿Qué importa?
Acaso tan difíciles, otros más cariñosos.
Algunos —¿cuáles de ellos?— he logrado tenerlos,
muy fácil: por dinero o por dolor.
Tú me has costado más que todo junto,
que hasta ti he consumido los días de mi vida,
mi obrero corazón, las dioptrías restantes.

Cuento en versos las horas desde que te conozco,
y hoy, al pensar en ti, pregunto: ¿cómo eres?
Hablo sin hacer ruido: ¿dónde estabas?
O estás un poco enferma,
o tienes un examen, o te callas, o fumas
viendo tendida el río del tiempo consumirse.
Yo sigo todo un curso de fe. Tú miras, piensas;
te marchas a tu pueblo; vuelves, dices
con tu voz que se escucha venir convaleciente,
con tu raza y tu línea de judía castellana,
igual que los frutales apuntando,
las estatuas más bellas
y el color sefardí de tu garganta hermosa.

Para poder quererte y no morirme
creí en sueños, atrás, hacia adelante,
tomé oficios hermosos. ¿Cuánto hace
que aré por ti y segué, corté racimos de uva,
teché tu cuarto entonces, abrí balconerías
directamente dando a la luz de tus ojos?
Desde que el mundo fue corazonándome,
filmé a oscuras los versos que esta noche te escribo;
para poder quererte como ahora,
tomé trenes en marcha cada día;
viví por ti, gané el jornal exacto
para el café y los libros… Vuelvo a entonces:
según qué oraje hiciera, percanzaba
lumbre, lluvia o sandías,
luz candeal y agua para estar contigo.
No te extrañe esta historia:
otros que en nuestra sombra se han amado
y que quizás murieron por nosotros,
saben que esto es verdad.

Marisa, escucha, dime:
después de conocernos esta tarde,
¿no es hermoso y terrible que la muerte
alcance a destruirnos
y trasladarnos puros y borrarnos?
Mientras tanto, Marisa Castellana,
sóplame entre los ojos,
que te puedan ver más. Haz que te mire,
alcance a ver tu corazón, recuerde
y sea todo distinto.
Guizca fuerte en mi alma
y deja que te bese los labios y me muera
al tener que dejarte, ir al trabajo,
a las calles, al Metro, a las tabernas,
a las tertulias del café…, a la vida
Que me espera después de conocerte.

(… de Marisa Sabia y otros poemas, 1963)

 

Y mañana será vino (C/F)

 

2 comentarios

Archivado bajo Jaula de los silencios

2 Respuestas a “ELADIO CABAÑERO

  1. Rita

    Conocí a Eladio cuando yo tenia unos 18 años. He terminado mis libros de poesía: Los peces escritos, Mi animal persigue lunas. Trás aquellos primeros poemas que dediqué entre otros a su Marisa Sabia.
    Me he preguntado alguna vez quién es ella ¿quién es Marisa Sabia?

    • cecibustos

      Rita:
      Cuando yo conocí y traté a Eladio Cabañero habían pasado diez años de la publicación de “Marisa Sabia y otros poemas”. No recuerdo ningún comentario que aludiera a Marisa.
      De la lectura del primer poema del libro, “El encuentro”, se puede colegir que hubo una mujer que inspiró al poeta: “Te he visto hacia el amor, la fe y la dicha. / Y encontrarte, Marisa, el solo verte, / ha sido el pan y el premio que ya no me esperaba / después de tantos años de amor falso, / sueño a crédito y ruina.” También podemos decir que el poeta, al igual que Alonso Quijano, habla de la mujer soñada: “con tu raza y tu línea de judía castellana, / igual que los frutales apuntando, / las estatuas más bellas / y el color sefardí de tu garganta hermosa.”
      ¿Dónde puedo encontrar tus libros?
      Gracias por asomarte a este blog.
      Un saludo,
      Cecilio

Replica a cecibustos Cancelar la respuesta